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lashojasdelcalendario

Brinqui

Conocí al pequeño Brinqui un lunes de madrugada. En realidad todo empezó aquella noche de domingo en la que no era capaz de pegar ojo. Empecé a dar vueltas en la cama, de acá para allá, pensando en esto y en aquello… comencé a repasar una idea que me trastornaba, ya saben, ese tipo de ideas autodestructivas que sólo se piensan en domingo y normalmente tienen que ver con la vida que uno tiene. Así que estaba pensando en el maldito motivo que me hacía sentir tan terriblemente solo y por eso no era capaz de conciliar el sueño. De repente me entró un hambre terrible, me doblé por la mitad intentando tapar el agujero de mi estómago pero no resultó. Así que empecé a imaginarme a mí mismo arrastrando los pies hacia la cocina, cogiendo el bote de nata y enchufándolo directamente en mi boca mientras partía unos trocitos de salchichón. Así que eso hice. Lo reconozco: nunca he tenido dotes para la cocina, soy capaz de mezclar nata y salchichón, como que me hago un batido de leche y vinagre. Yo soy así.
Me fui al salón, envuelto en una manta vieja que tengo de cuadros rojos y negros y me senté en el sofá con el bote de nata a un lado y el salchichón en el otro. Yo seguía pensando en las pocas ganas que tenía de hacer cosas en las últimas semanas. Pensaba en aquel sentimiento de indiferencia que me llenaba, como aquel que nunca tiene prisa, no sé si me explico. Si yo me hubiese encontrado por aquel entonces un tigre de bengala tumbado en el pasillo de mi casa, le hubiese esquivado y me hubiera ido a tirar al sofá sin problema alguno. Ya nada me sorprendía. Incluso si hubiese oído su gruñido lejano mientras rasgaba las cortinas de mi dormitorio, simplemente hubiese subido el volumen de la televisión.
De hecho recuerdo que vi un atraco en directo, un chaval que le robó el bolso a una viejilla en la puerta de casa. Algunos hubiesen ido detrás del ladrón o hubiesen socorrido a la mujer. A mí me importaba tan poco el mundo, que agarré mis bolsas de la compra y subí andando hasta mi tercer piso. Después encendí la tele y fíjense que ni siquiera anoté en mi diario el incidente. Un par de días después la policía llamó a mi casa, para preguntarme lo que había visto: yo era testigo. Eso si que es emocionante… pues ni por esas. El sargento se bebió mi café, le conté en general lo que había visto y se marchó. Ya podía haberme sacado la pistola o algo, que yo hubiese seguido sorbiendo con la rutina habitual mi capuchino.
Y quieran que no, aquella apatía me estaba empezando a resultar molesta. Digamos que por muchas ganas que yo le pusiera al asunto éste de vivir, no sé cómo me las apañaba para resultar un ser tan indiferente, que sólo sorbía nata de bote con tropezones de salchichón. Tampoco sabría buscar el origen de este problema. Quizá fuera Eloisa, pero no sabría decirlo. Eloisa cara-de-risa-ponte-la-camisa, como yo la llamaba, se fue una mañana un par de meses atrás y me dejó con la nevera vacía y tres o cuatro cartas en el buzón, que al final fueron facturas. Pero no sabría decir si mi problema surgió cuando Cara-de-risa se fue o si ella se fue porque yo tenía ése problema. Es como el huevo y la gallina, de ésos acertijos que uno piensa varias semanas y nunca da con una solución coherente. Ése tipo de acertijos están ideados por mentes retorcidas para amargar la vida de los pobres hombres como yo. Incluso diría que lo inventó una mujer. Pero no se crean, Cara-de-risa era diferente.

Sí es cierto: Cara-de-risa era diferente y se había ido, pero también es cierto que yo, que estaba en el mundo porque tiene que haber de todo, no la echaba de menos. Si acaso sus regañinas cuando me levantaba de noche a picar de la nevera, o su cara de mosqueo cuando le decía aquello de “ponte-la-camisa”. Pero en realidad la vida sin ella no era tan distinta. Por eso llegué a la conclusión de que mi poca preocupación por lo que sucedía alrededor no debía surgir de ese detalle.
No estoy yo tan seguro si hablamos de mi trabajo, aunque aquello de perderlo fue culpa mía y lo reconozco. El día que me dejó Eloisa no fui a la oficina, claro, era de esperar. Guardé el luto oficial de tres días, tal y como lo manda el reglamento de los trabajadores. Al principio pensé que había colado, pero al cuarto día cuando llegué a la oficina y todo el mundo me dio el pésame, mi jefe me dijo que le parecía demasiado morro de mi parte, que mi madre había muerto tres veces el último mes y que no me soportaba más. Recuerdo que le dije una frase muy bonita, que si Eloisa me hubiera escuchado seguramente hubiese vuelto conmigo. Le dije que se me había muerto el amor, pero se ve que era poco romántico y sin sonreírme ni nada, sin palmaditas en la espalda y esas cosas; me echó. Ahí entendí que éste mundo no está echo para los soñadores y qué quieren que les diga, a mí se me habían terminado las fuerzas para intentar cambiarlo.
Uno no es de piedra. Si a uno le deja Cara-de-risa; lo soporta, si pierde su trabajo; se aguanta, si le comen las facturas; se resigna, si ha matado imaginariamente a su madre tres veces en un mes y la tipa sigue vivita y coleando… uno llega a la profunda depresión.
Ahí estaba yo: salchichón en mano, con el pijama lleno de churretones de nata, acordándome de todas estas cosas y sintiéndome como un gusano, de ésos que tienen pelos como púas en la espalda, que son de color verde y se mueven contoneándose como bailarinas. Justo en ése momento, cuando me imaginé al típico gusano de documental que trepa felizmente por una rama, doblándose y estirándose para avanzar, fue cuando comenzó a picarme la cabeza de una forma tremebunda. Tuve que dejar en la mesa mis instrumentos de dieta de soltero y rascarme contundentemente con las dos manos, intentando clavar las pocas uñas que tengo en mi cuero cabelludo. El picor no se iba, restregaba la cabeza como hacen los osos contra el sofá y contra el pico de la mesita, pero no resultaba. Me rasqué con las llaves del coche, con el bote de nata, con el mando a distancia… nada me quitaba aquello de la cabeza.
Fue entonces cuando Brinqui saltó de mi pelo a mi mano y se me quedó mirando con sus ojos saltones que ocupaban más que su propio cuerpo. Parecían dos huevos fritos sobre la cabeza de un alfiler. Recuerdo que Brinqui se sentó en la punta de mi dedo índice, estirando sus patillas. Con lo de la nata y el salchichón debí darme cuenta: me había vuelto loco y ahora tenía un piojo sentado en la punta de mi dedo esperando a que le diera conversación.
Eso fue exactamente lo que hice. Brinqui me contó que era de Carabanchel, de buena familia piojera, no era de ésos que chupan un par de semanas y se largan. Él era un piojo fiel: si encontraba una cabeza no se iba fácilmente. Me reconoció que en el fondo estaba hecho un sentimental. Yo le estuve contando que Cara-de-risa me había dejado, que me echaron del trabajo por matar de mentira a mi madre unas cuantas veces y que la susodicha no dejaba de llamarme para recordarme que Eloisa me había abandonado por ser un rastrero-impresentable. También le dije que eran adjetivos que mi santa madre solía combinar: podía decir rastrero-insoportable como rastrero-fracasado o impresentable-gañán. Le dije que era bastante culta y mujer de mundo, que nadie podría reprocharle nunca que fuera una buena combinadora de vejaciones. Brinqui me aseguró que para hacer cócteles de insultos las madres están todas muy bien dotadas.
Para resumir un poco mi historia, diré que Brinqui y yo nos hicimos muy buenos amigos. Le contaba mis inquietudes, todas las cosas que me preocupaban, aquella falta de ganas, aquella despreocupación por los tigres de bengala en el pasillo de casa… Brinqui me daba cariño y cuando no le hacía caso se ponía a chuparme la sangre en la nuca, para que tuviese que rascarme como un desesperado. Pero luego siempre descendía por mi oreja y se me ponía en la punta de la nariz, nos mirábamos y nos reíamos. No sé cómo explicarlo, parece increíble que hubiese encontrado un piojo tan bueno. Además, si la gente supiese la capacidad que tiene un piojo como psicoanalista… les aseguro que Brinqui no tenía precio, siempre me escuchaba a cambio de un poco de mi sangre. ¿Conocen acaso a alguien que les haya pedido tan poco?
Una noche Brinqui y yo nos inventamos un montón de mentiras, fuimos a la nueva casa de Eloisa, más grande que la mía y, mientras yo la miraba con cara de pena, Brinqui me susurraba al oído una a una todas las cosas monas que nos habíamos inventado para conquistarla de nuevo. Al final Cara-de-risa volvió, pero no conocía la existencia del piojo: les digo que no le hubiese gustado lo más mínimo. Las mujeres son así: no suelen aceptar fácilmente las amistades de sus maridos.
Volví a trabajar en otra oficina, esta vez más grande y no cometí el error de matar a mi madre dos veces en el mismo mes. Todo iba viento en popa hasta que perdí a Brinqui. Como siempre, despistado de mi, me levanté a media noche para picar algo. Iba medio dormido y me desorienté. Brinqui dormía tranquilo entre mi pelo, sin imaginarse la tragedia. Metí la cabeza en la nevera para encontrar la barra de salchichón, pero Eloisa la había dejado demasiado adentro. Cuando levanté la cabeza, me di un golpe con la bandeja de los quesos y los tomates. Me pasé la palma de la mano por el diminuto chichón y me la miré: en la yema del dedo índice tenía una gota de sangre. Supe entonces que había perdido a Brinqui de la forma más tonta. Aquello me costó un disgusto de varias semanas, podría decir que aquel piojo me importaba incluso más que Cara-de-risa,el trabajo y los tigres de bengala.
Desde entonces hasta ahora, yo; Martín Martínez, no soy el mismo hombre. Desde que perdí a Brinqui hasta hoy, he estado paseando incansable todas las tardes por el barrio de Carabanchel, buscando desesperado una familia de piojos que tuvieran ojos como huevos fritos sobre la cabeza de un alfiler y que fueran chupadores fieles, con alma de psicoanalistas. Sé que no voy a encontrar a otro como Brinqui, pero al menos, gracias a sus enseñanzas, no se me quitan las ganas de seguir buscando

1 comentario

Matías -

Ta chulo, muy chulo. Me gusta cuando hablas de matar a tu madre de mentira. Jijiiji.