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lashojasdelcalendario

contigo en la maleta

Muertes

"Moriré en París, en un día lluvioso... será un jueves" César Vallejo.
Yo moriré un martes de noviembre. Seguramente también llueva a cántaros en el Westminster Bridge, frente al Big Ben. A las cinco y media el sol ya se esconde y sólo puedo ver su resplandor silencioso sobre el agua del Támesis. Un hombre gordo pasa sobre una bicicleta y, aunque hace frío, suda como un cerdo. Estaré apoyado en la barandilla del puente, después de haberme cepillado los dientes al menos doce veces. Me daré tranquilamente la vuelta y escupiré sobre el río, para dejar allí mi marca y después moriré sin más preámbulo. Mi cuerpo yacerá inerte y la lluvia empezará a empapar mis huesos sin vida. Seis paseantes me confundirán con un mendigo y dejarán allí mi disfraz inmóvil. Al fin, un alma caritativa se apiadará de mi, parará su coche cerca de la acera, junto a mi cuerpo, y conseguirá montarme en uno de ésos coches enormes del año cincuenta y siete. Después, hará una de ésas bromitas, del estilo "¿Dónde vamos?" Se reirá casi en un susurro, haciéndose consciente entonces de que ya no puedo contestarle y arrancará.

¿Qué es esto?

Para Natalie: el momento que te prometí.

En este momento siento que la vida que poseo no es la mía. ¿Qué es esto? Esto que me roba la ilusión cada mañana, esto que me engaña, esto que me aplasta y que me humilla. Esto que me corta las alas, que me exprime, que me aprieta, que me ahoga, que no me deja volar. Esto que ya no sonrío ni con ganas, que soy de cristal, de piedra. Esto que me hace sentir una esponja, que lo absorbe todo y no suelta nada. ¿Qué es lo que me ata? que me duele y me atropella, que me quema, desvela y araña. Esto que me hunde, que no me deja pensar.
Y a la vez... esto que me eleva, que me excita, que me da ganas de gritar. Que lloraría si pudiese, que chillaría, que me hace tocar el techo y subir más alto, que me envuelve y aísla en la burbuja, que me impide ver más allá. Que es esto por lo que me planteo gritarle a San Pedro que me abra el cielo para seguir subiendo, que separe las nubes y que eche a un lado las estrellas... ¿Qué es esto?

Café

Te estoy observando desnuda bajo la manta y, aunque estemos los dos en casa ajena, voy a levantarme y prepararé café. “Primero echa el agua, abajo Martín, no se te olvide y después el café en el minúsculo embudo. Ponlo sobre el fuego, eso es…” tengo que repetirme los pasos correctos. Mientras voy sintiendo el aroma, imagino que lo estoy haciendo para ti, que cuando te levantes desayunaremos juntos y nos iremos al metro para despedirnos de nuevo hasta mañana. Pero no sé por qué tengo la sensación de que, aunque esté en esta cocina haciendo café, todo es un sueño. No sé por qué sé que vas a levantarte, vas a sorber torpemente de un vaso medio sucio el agua con posos que me ha salido y vas a volver a repetirme que no te vas a enamorar de mí. Supongo que todo eso lo imagino porque está lloviendo y porque no hemos madrugado y hay mucho que estudiar. Supongo que lo pienso porque no sería la primera vez que nos pasa, a pesar de que ya sabes que no puedo decirte que no. Pero hoy todo es diferente, porque cuando vuelvas a repetirme lo mismo de siempre, haré la maleta y me marcharé muy lejos. Intentaré dejarte aquí olvidada todo lo que pueda, buscar nuevos sueños, encontrar distintas ilusiones, renovarme, a fin de cuentas. Sí… cuando vuelva, seguramente, me apetezca volver a verte. Y, por qué no, lo más probable es que quedemos en nuestro sitio habitual, para dar un paseo, para tomar algo o, incluso, para ir al cine. No sé si es por la lluvia o por lo mal que me ha salido esta mañana el café, pero imagino que en ese momento seguiré preguntándome por qué demonios voy a quererte toda la vida.

El clavo

El clavo saliente de la pared le ponía extremadamente nervioso. Desearía tener entre sus manos un gran martillo, una de esas mazas que hay en las ferias, para golpearlo y que atravesara la pared quedando para siemprefuera de su alcance. Pero, por más que se imaginaba a sí mismo golpeando aquel pequeño clavo con todas sus fuerzas, seguía asomándose inquieto a través de la pared. Los clavos no se mueven con el poder de la mente,claro, y aquel no iba a ser una excepción. Pero Martín lo miraba con cara amenazante: los labios muy apretados, los ojos arrugados y las cejas encrespadas. Lo señalaba con el dedo acusadoramente, como diciéndole: “Maldito clavo, ¿Quieres decirme qué narices estás haciendo ahí?” el pobre clavo seguía inmóvil en la pared, totalmente intimidado; él no había elegido su destino. Por si tener un clavo medio salido en la pared justo encima de su cabeza no era problema ya más que suficiente, Martín comenzó a escuchar por encima del silencio del dormitorio un tic-tac.No uno cualquiera, sino el tic-tac de su reloj despertador. El mismo que compró confiadamente, otorgándole la labor de despertarlo cada mañana, aquel mínimo reloj despertador color rojo, que había colocado en su mesilla de noche con gran entusiasmo, como quien coloca un precioso ramo de flores. Aquel traidor reloj despertador sonaba por encima del silencio, rebotando en el clavo salido de la pared. Martín notaba cómo un infarto iba bajando a borbotones por su garganta, su respiración potente no lograba tapar el horrendo tic-tac del reloj despertador y, por más que cerraba los ojos, seguía viendo el clavo como si estuviese hecho de un material fluorescente. ¿Qué debía hacer ahora? Martín se imaginaba yendo a la consulta de un psicoanalista, explicándole tristemente que tenía un clavo mal puesto encima del cabecero de su cama, que su precioso reloj despertador color rojo recién estrenado, hacía un ruido infernal. Se imaginaba a sí mismo sollozando con las manos en la cara, arrodillado en el suelo, implorando a dioses y vírgenes. Entonces, no sabía por qué, se imaginaba al psicoanalista ajustándose unas gafas minúsculas en la punta de la nariz, con una corbata azul y escribiendo en una libreta con su estilográfica de tinta verde. Lo volvía a imaginar tosiendo desde el pulmón, preguntándole muy serio si aquel era realmente su problema. Sumido en la desgracia del momento, Martín supuso que le hubiese contestado que sí. Después de una
última anotación, el psicoanalista inventado le respondió “Entonces está usted más que loco, caballero” ¡Ni siquiera las creaciones de su mente podían dar a Martín un poco de paz interior! ¿Sería el estrés de la nueva ciudad? ¿realmente estaba exagerando? Volvió a mirar el clavo y propuso resuelto que no. No era una exageración: aquel clavo había aparecido allí para amargarle la existencia.
No es que no pudiese dormir porque la echara de menos a ella; no es que no pudiese dormir porque se sintiera solo, lejos de casa y culpable por haber huido tras recibir un no por respuesta; no es que no pudiese dormir porque sabía que no tenía a nadie a quién repetir incansable que se estaba enamorando… lo que realmente no le dejaba dormir, la única razón posible de su insomnio, era el clavo. Se levantó de un salto, y diciendo: “me has fallado amigo” arrojó el reloj despertador color rojo por la ventana. Después se marchó al salón para no ver el clavito encima de su cabeza y, por fin, antes de caer rendido por el sueño, se le pasó un último pensamiento: “Mañana colgaré un cuadro”.

Instrucciones para sentarse en un banco

Los bancos de madera del St. James Park son muy anchos y las palomas muy confiadas. Si uno se sienta en el lado izquierdo del banco, invita a aquel que pasa a que se siente a su lado, si gusta. Si se sienta a la derecha, deja un amplio espacio de banco para que el paseante cansado jadee sinceramente agradecido. Pero, la otra tarde, mientras yo paseaba tranquilo mirando los patos del lago, vi que tú no seguías ninguna de todas aquellas normas que yo había elaborado pacientemente. No eran normas escritas, claro está, pero todos los viandantes del St. James Park las conocían como si fuesen capaces de leerlas en mi frente. Todos menos tú. Ahí estabas, sentada justo en el centro de uno de los bancos, rechazando la amable conversación de un posible desconocido. Tu bolso a la derecha, a la izquierda el tabaco, y tú distraída, imitando el sonido de las palomas. Como nunca antes me había visto envuelto en situación semejante, me vi obligado a pedirte que me dejaras sentarme a tu lado. Volviste por un momento de tu mundo ajeno al resto y respondiste que sí. Entonces me di cuenta de que realmente no hacen falta instrucciones para sentarse en un banco del St. James Park: todos sus usuarios, en el fondo, buscan compañía.